NAVAMEDIANA
Este pueblito está como muerto, está perdido. Debía tener 23 ó
24 años cuando viene aquí por primera vez con mi primo Luis. Nuestro objetivo
era una excursión de varios días: ir desde aquí hasta 5 Lagunas, luego a la
Laguna, subir al Almanzor e ir hasta la Mira, para bajar a Arenas y regresar a
Ávila en el coche de línea. Venir hasta aquí en el coche de línea desde Ávila
era todo un espectáculo. El coche era el coche correo e iba parando en todos
los pueblitos. Los pasajeros iban con variedad de bultos: cestas tapadas con un
paño, cajas de cartón atadas con una cuerda, una gallina con las patas atadas,
talegos, etc. En ocasiones alguien bajaba del autobús, le decía al conductor o
al cobrador que esperase un momentín, pues iba a dar un recado o a llevar no sé
qué a fulano o a mengano.
Pasaban cosas
curiosas, unas graciosas, otras sorprendentes. Ese mundo pasó, ese mundo murió,
pero no escribí nada entonces, ni hice fotografías, solo quedan unas vagas
imágenes en mi memoria.
Luego he
recorrido otras veces la garganta de Navamediana, pero la vivencia que tengo es
la de aquella primera ocasión.
Hoy voy con
Aymara para que veo estos pequeños pueblos de la Sierra de Gredos, que tanto le
llaman la atención y tanto le gustan.
Hay construcciones que causan asombro. Son pajares o cuadras levantadas con piedras rodadas de la orilla del río, colocadas unas sobre otras y con barro entre ellas como argamasa. No sé cómo no se caen, ni se tuercen los muros. Estas construcciones son la manifestación del saber hacer popular, del saber hacer de los maestros albañiles que no estudiaron en ninguna escuela de arquitectura, sino que aprendieron su oficio de sus padres, de sus abuelos, de otro maestro albañil con el que trabajaron.
No me gusta ver las casas caídas en estos pueblitos casi abandonados. Y menos esas casitas hechas con piedras sobrepuestas unas en otras. Imagino que estas piedras se ponían con un especial cuidado, con una especial atención para que no se cayesen, para que se sujetasen con la que estaban debajo y con las que estaban encima. Debía ser un orgullo para aquellos hombres hacer bien una pared, una casa. Y cuando estas viejas casitas empiezan a caerse, después de muchos años, quizás siglos, aquella ilusión, aquel entusiasmo que pusieron aquellos hombres también se cae, también desaparece. Aquella atención, aquel cuidado, aquel orgullo mueren, y es como si el alma, el espíritu de aquellos hombres muriera también. Y el pueblito muere un poquito más.
Y junto a la iglesia del pueblo nos encontramos con Ángela, una de las últimas habitantes. Estaba sentada a la entrada de su casa, una casa nueva, una casa sin recuerdos, sin historia, pero no pasa nada porque esos recuerdos y esas historias las guarda Angela en su corazón. Y se pone a hablar con nosotros, y nos cuenta que ella siempre ha vivido aquí y que ha salido poco del pueblo. Que la última vez que lo hizo fue cuando la llevaron en una ambulancia a Ávila porque se le olvidaron todas las cosas y se le olvidó hasta hablar.
Se va a una arboleda a tomar el fresco. Allí se juntarán las amigas y entre recuerdos y suspiros pasarán la tarde. ¡Qué poco se ríen los ancianos! ¿Por qué será?
Nos vamos, decimos adiós a Angela, a la viejecita de Navamediana. Posiblemente nunca más la volveremos a ver, ¿o quizá nos volvamos a ver en otro lugar, allá entre las estrellas?
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