miércoles, 6 de mayo de 2020


Mijares y Pedro Bernardo.
       Hace un hermoso día. Y nos vamos a disfrutar del sol, del campo y de pequeños pueblitos de la Sierra de Gredos.


            Subiendo el puerto de Mijares se ve esta vista del valle del Alberche. Ahora, en invierno, está como encogido, como triste, apagado. Ahora se me asemeja a uno de esos viejitos sentados al sol, sin hacer nada, mirando no sé qué y pensando en sus cosas. Los pueblecitos son manchas blancas y nada más. En verano tiene otro brillo, otra alegría.
            En lo alto del puerto, en la umbría, hay este hielo. Estamos a 1500 metros de altitud y por la noche hace mucho frió.


            ¿A que estos carámbanos de hielo hacen muy bonito? La montaña invernal se adorna con estas cosas tan simples. Aymara se entusiasma ante ellos, los fotografía y se los manda a sus amistades en Venezuela. Allí no saben lo que es esto.
            El pueblito de Mijares está en un entorno precioso. Antiguamente tenía todas las casas como estas que se ven. Eran las construcciones típicas de todos los pueblos del valle del Tiétar. Ya quedan poquísimas casas de la antigua arquitectura popular. Se tiraron y se han hecho casas nuevas, feotas, como las de cualquier ciudad. Son viviendas sin personalidad, sin carácter, sin distintivo que las identifique.


   
  


    
            Comemos en un mirador disfrutando del buen tiempo y del magnífico paisaje. Vienen unos jóvenes, se sientan cerca y se ponen a hablar de sus cosas. Terminamos y como no hay cerca ningún café nos vamos a tomarlo a Pedro Bernardo, la patria chica de Arturo Duperier, quizá el mejor físico que ha habido en España pero que se fue a Inglaterra a hacer sus investigaciones sobre los rayos cósmicos.


            Pedro Bernardo está en la ladera de la montaña, y sus tejados son como escalones por los que se asciende. Es el pueblo donde más y mejor se conserva la arquitectura popular característica de este valle, pero poco a poco se va destruyendo, se va tirando y se hacen esas viviendas sin gracia. Menos mal que el trazado urbanístico se conserva y es casi imposible cambiarlo.
      




  
            Caminando por estas callecitas me viene la imagen de los niños corriendo, chillando y jugando a las mil cosas que se les ocurran, también me los imagino sentados juntitos en uno de esos rincones tan acogedores hablando de sus cosas, de las cosas de las que solo se habla cuando se es niño. Vemos muy pocos niños por la calle, quizá estén en sus casas viendo la tele o jugando con la Tablet. Yo creo que era más bonito antes cuando su imaginación creaba lo que hubiese que crear: un castillo, una guarida de ladrones, donde esconder un tesoro, la cueva de los misterios, …

  


   
         Volvemos a Ávila por el puerto de Serranillos. Nos pilla la puesta de sol en lo alto del barranco de las cinco villas, y es tan bonito y tan espectacular que nos paramos a verlo. El valle se cubre de nieblas y todo se llena de misterio.
 
 

          Pero es un misterio dulce, amable, que irradia felicidad y esperanza. Y los rayos del sol se cuelan entre las nieblas y todo se pone dorado, de un color casi irreal. Y poco a poco se hace de noche y nosotros continuamos hasta Ávila embriagados por tanta belleza, la belleza de las cosas sencillas y simples que ocurren todos los días.


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