sábado, 5 de enero de 2019

EL GRANDE
                  El Grande es el centro de Ávila, es la plaza más importante y como estaba muy cerca de la casa de mis padres yo jugué mucho allí. Además, cuando empecé a estudiar el bachillerato pasaba por ella casi todos los días al ir o al volver.

         Estas son dos fotos antiguas en las que se ve como era el Grande hasta que tuve 17 ó 18 años, en que empezaron las modificaciones. Ahora es así. Las fotos están tomadas desde diversos ángulos.


         Esta iglesia es la de San Pedro, otra iglesia románica pero que no tiene la riqueza escultórica de San Vicente. En Ávila hay muchas iglesias románicas pues sobre el año 1050 se repuebla Ávila con gente venida de otras regiones, y lógicamente de lo primerito que se hace, además de las murallas, son iglesias para salvar a las almas de los fieles, y el estilo artístico de la época era el románico.
         Las murallas lucen aquí con todo su esplendor y grandiosidad. Esta es la puerta del Alcázar y el gran torreón de la izquierda es el del Alcázar, bueno, lo que queda de él. El Alcázar era como una gran fortaleza donde vivía el Comendador o gobernador y donde se alojaban los reyes cuando venían a Ávila, pero sobre el 1900 se tiró para modernizar la ciudad y construir el Banco de España ¡Cómo si no hubiese sitio de sobra!

         Desde aquí hasta San Vicente, que está cerca, es la parte más llana de la ciudad y la muralla es más alta, pues es por donde era más fácil atacarla. Pero para los siglos XI y XII era tan alta y tan inexpugnable que los musulmanes nunca se atrevieron a hacerlo.
          ¡Cuántas veces he jugado en la arena a las bolas! Las bolas las comprábamos en los puestos que había en los arcos de los soportales. En aquellos puestos comprábamos todas las chucherías que había entonces.
           ¡Cuánto dábamos de sí los céntimos que teníamos! Unos céntimos de pipas, regaliz, una bolita de chicle, un pirulí (un caramelo de color rojo en forma de cono), un martillo (un caramelo como el anterior, pero con forma de martillo), regaliz de palo y unas cuantas chucherías más pero no muchas.
         La Palomilla era otro lugar de juego. La Palomilla es ese monumento a Santa Teresa con unas barras y unos pivotes no muy altos alrededor. De pequeño no jugaba allí porque los mayores lo ocupaban todo y las distancias eran muy grandes para mí. Recuerdo una vez que intentamos jugar como los mayores, me caí y me di un buen golpe en las rodillas.  Debía llorar bastante y una señora se acercó y me dijo:
-          Los hombres no lloran, aunque se vean con las tripas en la mano.
          Y yo la contesté:
        - Sí, pero yo no soy un hombre. Yo soy un niño.
           Y luego esos rincones, esos lugares que no tenían nada de especial, pero que constituyen como el decorado de un escenario en que transcurrió gran parte de mi vida, lugares llenos de recuerdos, de pinceladas emotivas.
          Los leones de las esquinas del espacio central y de los bordes de las escaleras, donde nos resguardábamos cuando hacia aire y frío. Y allí, apretaditos como gorriones o como pollitos, los niños hablábamos de nuestras cosas.
          El reloj de la relojería, Kaiser que indicaba el momento de ir a casa o que aún podía seguir un rato más jugando o paseando por allí.
          Las carteleras de los cines, de obligada visita los domingos y a las que miraba con frecuencia casi todos los días porque soñar e imaginar lo bonitas que podían ser las películas no costaba nada.
 Y ya de mayor, a los 14, 15 años pasear por el Grande para ver a las chicas que me gustaban: Marivi, Amalia, y otras de las que nunca supe ni su nombre. Era pasear una y otra vez y cada vez que nos cruzábamos las miraba. ¡Eso era todo! ¡Con las chicas no se hablaba! ¡Ya iría con ellas cuando fuese mayor!
 Los carritos de los helados que se ponían en el verano en la arena. Helados que sólo comía los domingos, cuando me daban unos céntimos o una peseta de propina. Todavía viven algunos de los hombres y mujeres que los vendían cuando yo era niño. Ya son unos ancianos muy ancianos. 
          Casa Teto, el único lugar de Ávila donde vendían periódicos y donde más cuentos y tebeos había. El olor de los periódicos o de la tinta, no sé bien a qué olía, lo tengo muy metido, pues todos los domingos, y creo que muchos sábados, entraba con mi padre y mi abuelo a comprar el Pueblo y el ABC.
          De jovencito empecé a leer el ABC.  Allí leí unos párrafos que me impactaron, que nunca jamás he olvidado y que muchas veces he tenido en cuenta a la hora de actuar. Más o menos aquellos párrafos decían así:
           “Toma lo que se te ofrece cada día por sencillo que sea y ponle amor”
           “La vida se nos da, y nos la merecemos dándola”
            Estas frases, y otras del Evangelio, son las que más han influido en mi vida. Y todo esto lo recuerdo ahora que estoy escribiendo sobre el Grande, sobre una época en que yo era niño.
           Hoy el Grande está lejos de mi casa. Pero cuando salgo a pasear casi siempre voy allí. Ahora me siento en un banco y veo pasar a la gente, a los jóvenes, veo jugar a los niños, y veo edificios, personas y momentos de mi vida que ya solo veo yo, pues ya solo son recuerdos.

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