martes, 15 de enero de 2019


LA CATEDRAL (3)
         Vamos dentro de la catedral. Yo he entrado muchas veces. Cuando era niño siempre estaba abierta y a veces cruzaba por ella para ir al Grande pues se tardaba menos. No eran muchas las veces que lo hacía pues en la salida había un trozo muy oscuro y… ¡mira que si salía algún muerto! Otras veces entraba porque sí, para mirar cosas.
         Y cuando se entra se ve algo inmenso. Alto, grandioso. Las fotos no hacen justicia. Recuerdo cuando entró mi nieta Elena a los 3 años y me dijo: ¡Qué alto, que gande!
         Estas enormes catedrales dan idea de la inmensidad de Dios. En ellas uno se siente pequeño, poca cosa, casi insignificante. Ese es uno de los efectos que se quería conseguir y realmente se consigue.
         Todas las vidrieras claras como cristales de esta nave principal se pusieron nuevas pues las originales se rompieron cuando el terremoto de Lisboa, allá por el 1755. Para llegar hasta aquí el terremoto no debió ser ninguna tontería.

         Y uno avanza despacio, mirando hacia arriba y hacia los lados. Por todas partes es inmenso, pero sobre todo se mira hacia arriba, hacia allí se va la vista. ¿No es ese el lugar de Dios?
         Al lado izquierdo de la entrada hay unas tumbas que siempre me llamaron la atención. Son las tumbas más antiguas de la catedral, son tumbas en las que se nota el paso del románico al gótico. Siempre me gustó mirarlas, estas y todas, y solo porque sí. Me impresionan las figuras yacentes, tan inamovibles, tan estáticas, tanto que parece que siempre han sido y han estado así, que nunca han sido personas.
 Son figuras que me dan la sensación de lo eterno. Y junto a la gran estatua yacente están esas figuritas gastadas, muchas ya rotas, que dan como vida al sepulcro, que no sé lo que significan ni tampoco me importa mucho, pero que me parece que mueven lo inmutable, lo inamovible.  Mirar estas sepulturas siempre ha supuesto para mí como sentir un aliento, un algo que viene de siglos.
         Al lado derecho hay un retablo pequeño: el de San Pedro, que consta de tres tablas del siglo XV. Cuando era niño y jovencito este era uno de los lugares donde me paraba a mirar. Era un mirar contemplativo, en el que solo miraba y no pensaba ni en lo que significaba, ni en la composición, ni en el color, ni en nada. Solo sé que me gustaba mucho mirarlo, sobre todo los fondos de los laterales. Eran ciudades y paisajes con un encanto especial, eran ciudades ingenuas, dulces. Eran ciudades de ensueño.

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