martes, 15 de enero de 2019


LA  CATEDRAL (4)
EL CLAUSTRO
         El claustro de la catedral era un lugar aislado y que casi siempre estaba cerrado cuando yo era niño. Allí se guardaban los pasos más grandes de las procesiones de Semana Santa. Algunas veces, cuando la puerta estaba abierta entrábamos, los mirábamos y enseguida nos íbamos. Era un lugar muy solitario, muy silencioso y esas imágenes eran muy grandes y nos imponían respeto ¡mira que si se empezaban a mover!

         A mis nueve años mi tía Isabel me dijo que si rezabas a la Virgen del Pastel y le pedías algo te lo concedía, y que estaba en el claustro. Un día de los que me daba por entrar en la catedral vi el claustro abierto y sin pensarlo me metí a ver si encontraba a la virgen. Y sí, allí estaba, era una gran imagen gótica. Todo contento por mi hallazgo fui a salir, pero la puerta estaba cerrada. Empecé a darle patadas y a aporrearla y afortunadamente el sacristán lo oyó, abrió la puerta y pude salir. Me fui corriendo hasta mi casa sin parar.
         Luego he entrado muchas veces al claustro, y todavía lo hago de vez en cuando.
         Se hace casi todo él en el siglo XIV y en el XVI se le añade la crestería renacentista de granito.
         La luz entra a raudales. El silencio solo se ve alterado de vez en cuando por el piar de los gorriones. Aquí se puede pasear mientras se lee, o se pasea pensando cada uno en sus cosas o se pasea sin pensar en nada.

         En los muros y en el suelo se ven sepulcros de personas que debieron ser muy importantes, pero a los que ya ahora nadie recuerda.

         Aquí, junto a un sepulcro medieval está enterrado Adolfo Suarez y su esposa. La gente aún se acuerda de él. De Claudio Sánchez Albornoz, que está también cerca, ya se acuerdan menos personas. Dentro de 60 ó 70 años, excepto los historiadores y unas pocas personas más, nadie sabrá quienes fueron estos personajes. ¿No es lo mismo que pasó con los importantes obispos y magnates enterrados aquí hace siglos?
         Refiriéndose a los claustros Azorín escribió: aquí el tiempo no tiene valor, el tiempo no pasa, el tiempo es más largo o más breve – no lo sabemos – que en otra parte alguna. Las horas pasan; de pronto caen sobre nosotros, en el silencio profundo, en la quietud augusta, las campanadas lentas, pausadas, graves, sonoras, del reloj de la catedral.
         Hace siglos no había relojes, pero sonaban las campanas. Son las mismas campanas que nos dicen a nosotros lo mismo que dijeran, hace dos siglos, hace seis siglos, a otras generaciones que ya desaparecieron en lo eterno. Y como nos lo dicen a nosotros, lo dirán también dentro de otros dos o seis siglos a nuevas generaciones.
         En el pequeño jardín del interior del claustro hay unas rosas plantadas. Son rosas que morirán dentro de unos días. Pero habrá otras rosas dentro de unas centurias que serán tan bellas como estas, y también esas rosas entonarán para el que pasee por este claustro la misma canción de languidez y de melancolía que éstas.
         En este claustro, lo eterno siempre está presente, por todos los sitios, por todos los rincones, hay como un halo de la eternidad.

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